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Trabajé tres semanas en el restaurante de Hakim, y cada día era un nuevo reto. No solo porque el trabajo era agotador, sino porque la presión de sobrevivir sin un plan claro era constante. Dormía en esa pequeña habitación al fondo del local, apenas más grande que un armario, pero era suficiente para mantenerme a salvo del caos de Tokio. Al menos por un tiempo.

Poco a poco, me fui ganando la confianza de Hakim. Al principio era distante, como si cada palabra que me dirigía estuviera calculada, asegurándose de no involucrarse demasiado. Pero, con el paso de los días, eso cambió. Empezó a compartir conmigo pequeños fragmentos de su vida, su historia de cómo llegó a Tokio desde Turquía, persiguiendo el mismo sueño de miles de inmigrantes: una vida mejor. Hakim había sido un sobreviviente, y ahora me enseñaba, a su manera, cómo sobrevivir también.

La lección más importante que me dio fue sobre la adaptación. Me dijo que la vida en una ciudad como Tokio no era para los débiles de corazón. Aquí, o te adaptabas, o te quedabas atrás. Y la clave, según Hakim, no estaba en disfrutar lo que hacías, sino en ser responsable, en cumplir con lo que tocaba, aunque no te gustara. Eso era lo que diferenciaba a los que se quedaban y prosperaban, de los que simplemente pasaban por la vida.

La disciplina no es hacer lo que amas, West me dijo una noche mientras fregábamos los platos del día—. Es hacer lo que debes hacer, incluso cuando lo odias, porque sabes que eso te acercará a lo que realmente quieres.

Aquellas palabras se quedaron conmigo. Hakim no solo me había dado un techo y comida, me estaba enseñando una filosofía de vida. Un trabajo honesto, aunque monótono, me daba algo que no había tenido en mucho tiempo: estabilidad. Me di cuenta de que, de alguna manera, había vuelto a formar parte de una familia, aunque fuera temporalmente. El restaurante, Hakim, el olor constante a hamburguesas y papas fritas... todo se había convertido en mi refugio.

Pero, como siempre en mi vida, la calma no duró.

Era un día como cualquier otro. Me desperté temprano, limpié las mesas y me preparé para enfrentar el ajetreo del día. Todo transcurría con normalidad, hasta que mi teléfono sonó. Era un número desconocido, y en ese momento, el sonido del timbre resonó en mi pecho como una alarma.

¿Quién podría ser? No esperaba ninguna llamada. No tenía amigos, ni familia en Tokio. A decir verdad, no tenía a nadie en ninguna parte del mundo. Mi corazón empezó a latir más rápido mientras sostenía el teléfono en mi mano. Dudé por un segundo, pero finalmente deslicé el dedo para contestar.

¿Hola?

La voz del otro lado era fría, cortante, y al mismo tiempo misteriosamente familiar. Me quedé paralizado al escuchar las primeras palabras. No reconocí inmediatamente a la persona, pero había algo en su tono que me hizo sentir que esta llamada cambiaría el curso de mi vida, una vez más.

—West... —dijo la voz, dejando un silencio pesado en el aire antes de continuar—. Tenemos algo que discutir.

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Cuando respondí esa llamada, la última cosa que esperaba era escuchar lo que me dijeron. Al otro lado de la línea, la voz pausada y formal de un secretario de la embajada me informaba que habían encontrado uno de mis documentos en el hotel donde me quedé en Singapur. Mi mente voló rápidamente. Pensé que, tal vez, por fin se trataba de mi identificación, el pasaporte, algo que pudiera poner fin a esta pesadilla.

—Hemos recuperado su Licencia Nacional C de entrenador —dijo el secretario, interrumpiendo mis pensamientos con esas palabras que me cayeron como un balde de agua fría.

Sentí una oleada de desmotivación recorrerme el cuerpo. Por un segundo, consideré colgar el teléfono, ignorarlo todo. ¿Qué importaba esa licencia ahora? Estaba atrapado en Asia, sin dinero, sin rumbo, y aquella credencial de entrenador, que alguna vez me había parecido una aventura divertida, ahora no significaba nada.

—¿Señor West? —La voz al otro lado intentó recuperar mi atención—. ¿Me puede proporcionar una dirección para enviarle el documento?

No tenía fuerzas para discutir o preguntar por qué eso importaba. Estaba agotado de pelear contra la realidad. Así que, con tono desanimado, le di la dirección del restaurante de Hakim.

Cuando colgué, me quedé mirando el teléfono durante un rato. Mis pensamientos giraban sin rumbo. Esa pequeña licencia, que un día me dio tanta ilusión cuando la obtuve en 2015, ahora era solo un pedazo de papel sin valor real para mi situación actual. Aquel hombre en la embajada hablaba como si fuera una solución, pero lo que yo necesitaba era un pasaporte, un boleto de regreso a casa, algo tangible que pudiera sacarme de este callejón sin salida. No una simple licencia que ya ni recordaba con claridad por qué la había sacado.

Suspiré profundamente y guardé el teléfono en mi bolsillo. Sentí un nudo en el estómago, la sensación de haber estado tan cerca de la esperanza solo para verla desvanecerse una vez más. Mientras me preparaba para volver al trabajo en el restaurante, me di cuenta de que estaba cayendo de nuevo en ese vacío, donde todo parecía inútil.

Esa noche, mientras Hakim cerraba el restaurante y yo limpiaba los últimos platos del día, no pude evitar pensar en lo que esa licencia significaba para mí en otro momento de mi vida. Me vi a mí mismo, años atrás, jugando a Football Manager, soñando con dirigir un equipo real. En aquel entonces, la licencia era un símbolo de una pasión que ahora me parecía tan lejana, tan ajena.

Me pregunté si alguna vez podría encontrar ese fuego nuevamente.

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Recibí la licencia unos días después, envuelta en un sobre algo ajado. La miré, sosteniéndola entre mis manos, y lo primero que pensé fue en deshacerme de ella por algo más útil. La idea de cambiarla por algo de ropa o, mejor aún, algo de tomar, me resultaba tentadora. Sin dinero y con el peso del tiempo acumulado sobre mis hombros, la licencia no significaba nada para mí. No en ese momento.

Me dirigí a un centro comercial cercano. En uno de los pasillos, una tienda de ropa me llamó la atención. Entré sin mucho entusiasmo y empecé a mirar algunas prendas, sin saber realmente qué buscaba. Un hombre joven, con una sonrisa amable, se acercó para atenderme.

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—Hola, soy Fayo. ¿Puedo ayudarte en algo? —dijo, con una energía que contrastaba con mi cansancio.

—Solo estoy viendo, gracias —respondí, intentando no parecer demasiado fuera de lugar.

Elegí un par de cosas y cuando fui a pagar, saqué la licencia, sin saber si aceptaría tal intercambio. Mientras Fayo observaba el documento, algo en su expresión cambió. Levantó la vista hacia mí, intrigado.

—¿Alguna vez has soñado con ser entrenador? —preguntó de repente.

La pregunta me tomó por sorpresa. La dejé colgar en el aire durante unos segundos antes de responder, sin mucho ánimo.

—Sí, solo fue un sueño —contesté, casi susurrando.

Para mi sorpresa, Fayo se animó aún más. Sacó una laptop de detrás del mostrador y, con una velocidad que no me esperaba, me mostró su partida de Football Manager. Me habló emocionado de cómo había llevado al Benfica a la gloria, ganando la Champions League.

Por primera vez en mucho tiempo, sentí que alguien a mi alrededor tenía algo en común conmigo. Nos reímos, compartimos un par de anécdotas. Había algo en esa conversación que me hizo sentir menos solo, aunque fuera por un momento.

—Mira —dijo Fayo—, si alguna vez soñaste con entrenar, tal vez esto te interese.

Me mostró una página llamada Football Job, una plataforma donde entrenadores y jugadores podían buscar oportunidades.

—Esa licencia —dijo, señalándola— puede ser más valiosa de lo que piensas. Te puede abrir puertas.

Intenté no hacerme ilusiones, pero su entusiasmo era contagioso. Antes de irme, Fayo me regaló la ropa que había escogido y, al despedirse, me dejó con una frase que resonó en mi mente mientras caminaba hacia la salida.

If you can dream it, you can do it —me dijo, con una confianza que no sentía hace mucho tiempo.

Esa tarde, con sus palabras rondándome la cabeza, me dirigí a un ciber café. Me senté frente a una vieja laptop y publiqué mi disponibilidad para dirigir en Asia. Sin mucha expectativa, escribí mi currículum, sin omitir lo más importante que había aprendido durante todo este tiempo.

Bajo mis habilidades, detallé lo que me había dejado cada etapa de este viaje: "La determinación de los Xvgh", "la pasión de los Kaleb", "la disciplina y adaptabilidad de Hakim", y "la esperanza de Fayo".

Cerré la laptop sin esperar nada. Las cosas nunca parecían salir como esperaba, así que no tenía razones para creer que esto sería diferente. Me levanté y caminé de vuelta hacia lo que llamaba mi "vida normal", pero algo en mi interior, aunque pequeño, se sentía diferente.

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Volví a mi rutina en el restaurante de Hakim como cualquier otro día. Lavaba platos, atendía a los clientes, y seguía adelante sin pensar demasiado en el futuro. Pero el 4 de julio de 2024, todo cambió. Esa mañana recibí un correo que no esperaba. Era de Juan Fujita, el presidente del Hachinohe, un equipo de la tercera división japonesa.

Mi mente corrió en todas direcciones. Imaginé estafas, bromas o incluso algún error. Pero lo que nunca se me ocurrió fue que fuera una invitación a una entrevista de trabajo. Me costaba creer que, después de tantos fracasos, algo bueno estuviera por venir.

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Hachinohe no estaba lejos, solo a unas cinco horas en tren desde Tokio. Dudé durante horas, pensando si realmente debía ir o si todo era solo otra ilusión destinada a romperse. Pero al final, recogí mi maleta, llena de sueños y esperanzas desgastadas, y me despedí de Hakim. Sus palabras de despedida fueron simples pero llenas de cariño: “Recuerda, la disciplina te lleva lejos”. Con un leve asentimiento, partí.

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Llegué temprano a la sede del club, un lugar modesto pero que respiraba fútbol por cada rincón. Me sorprendió cuando la secretaria del presidente me hizo pasar como “candidato a Manager del primer equipo”. Honestamente, esperaba algo más modesto, tal vez trabajar con juveniles o ser un simple asistente, pero no… Me estaban considerando para el puesto principal.

Entré a la oficina de Juan Fujita, un hombre de mediana edad con una mirada aguda y directa. Su tiempo parecía precioso, así que fue al grano con las preguntas. Me hizo sentir que todo lo que había pasado hasta ese momento, todas mis experiencias, convergían en esa sala. Aunque era breve en sus preguntas, cada una me obligaba a responder con sinceridad, mostrando lo que había aprendido en estos meses erráticos.

Cuando llegamos al final de la entrevista, sentí una repentina valentía. Sabía que no debía perder esta oportunidad, así que, con el corazón acelerado, le pedí una cosa más: que el club pagara mi curso para sacar la siguiente licencia de entrenador. Fue un salto al vacío.

Juan Fujita me miró, evaluando la petición durante unos instantes que parecieron eternos. Finalmente, me rechazó con una simple negativa. Ni siquiera titubeó. No solo descartó la petición, sino que me descartó a mí.

El golpe fue duro. Salí de la oficina con un nudo en la garganta, sabiendo que, una vez más, mis ilusiones se habían derrumbado. Me sentí pequeño, insignificante. Todo esto parecía un juego del cual no sabía las reglas.

Con el peso del fracaso sobre los hombros, me dirigí al tren. No me quedaba más opción que regresar a Tokio, a la vida que parecía negarse a darme algo más. 

 

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Después de volver a mi rutina en el restaurante de Hakim, el tiempo comenzó a sentirse como una corriente interminable de días iguales. Trabajaba sin mayor aspiración que cumplir con mis responsabilidades. Pero un día, mientras lavaba platos y servía mesas como de costumbre, recibí dos correos que no esperaba.

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Eran dos ofertas de entrevista. Una del Toyama SC, de la tercera división japonesa, y otra del Bedok South Avenue, un equipo de la tercera división de Singapur. Sentí que el universo me estaba jugando otra broma. ¿De verdad todo el esfuerzo, la pasión que alguna vez tuve, estaría comenzando a dar frutos? A pesar de la emoción momentánea, decidí ignorar esas oportunidades. Después de todo, la vida en el restaurante de Hakim ya era estable y cómoda, y no estaba seguro de querer arriesgarme otra vez.

Pero esa tarde, mientras almorzaba, apareció Fayo. Al verlo, recordé lo que me había dicho hace semanas: "If you can dream it, you can do it". Charlamos un poco, y tras una breve conversación, sus palabras me hicieron reflexionar. Me impulsó a tomar el último riesgo, a intentarlo una vez más. Fue entonces cuando tomé una decisión: no podía seguir ocultándome en mi zona de confort.

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Con la maleta en mano y el corazón dividido entre el miedo y la esperanza, tomé el tren a Toyama. No sabía qué esperar, pero sentía que esta podría ser mi última oportunidad. Al llegar a la terminal, fui recibido por Yoji Oishi, el presidente del club. Me llevó a un restaurante tranquilo, donde conversamos sobre fútbol, sobre el equipo y sobre lo que esperaban de un nuevo entrenador. Yoji era un hombre amable y directo, y la conversación fluyó como si estuviéramos en un partido bien jugado.

Al final de la reunión, Yoji me estrechó la mano y me dijo que había pasado al segundo filtro, y que ahora debía ser evaluado por los propietarios del club. Aún así, sentí que algo había cambiado en mí; había logrado captar su atención y eso me llenaba de confianza.

No pasaron más de diez minutos cuando sonó mi teléfono. Era la llamada de Bedok South Avenue para la entrevista virtual. Me conecté desde un rincón del hotel y hablé con ellos sobre su proyecto. La conversación fue corta, pero directa. No solo me hablaron del equipo, sino también de la ciudad, de su cultura, y de cómo el club quería crecer no solo en el ámbito deportivo, sino también ser un símbolo de orgullo local. Fue una conversación breve pero convincente.

Terminé ese día con algo que no había sentido en mucho tiempo: ilusión. Esa pequeña chispa de esperanza que había desaparecido tras tantas derrotas volvía a encenderse. Esa noche, reservé una pequeña habitación en Toyama y me dejé caer en la cama, agotado pero lleno de expectativa. ¿Sería Toyama el lugar donde podría conquistar Japón, o tal vez el destino me llevaría de vuelta a Singapur con el Bedok South Avenue?

Por primera vez en meses, sentía que el futuro estaba lleno de posibilidades.

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Los cuatro días que pasé en Toyama comenzaron a pesarme como una carga. Cada mañana me levantaba con menos energía, y las horas parecían eternas mientras esperaba una respuesta que no llegaba. Sentía que la ilusión que había renacido en mí empezaba a desvanecerse. El silencio de Toyama se volvió ensordecedor. Ya había decidido que, al caer la noche, empacaría mis maletas y regresaría a Tokio, tal vez incluso a mi antigua vida en el restaurante de Hakim.

Justo cuando cerraba la última cremallera de mi maleta, el teléfono sonó. La pantalla mostraba un número de Toyama. Mi corazón dio un vuelco, como si una pequeña esperanza reviviera. Al otro lado de la línea, una voz formal me invitaba a visitar la sede del club para conocer la historia del equipo, sus instalaciones y, finalmente, negociar mi contrato. Sentí una chispa de ilusión, algo que hacía días se había apagado. Quizás el destino no estaba del todo en mi contra.

Con un ligero alivio, agarré mi mochila y me dispuse a salir de la pequeña habitación que había arrendado. Sin embargo, justo cuando abría la puerta, mi teléfono volvió a sonar. Esta vez, el número era de Singapur.

Dudé en contestar, pero algo me impulsó a hacerlo. Era el secretario del Bedok South Avenue, quien me hablaba con un tono entusiasta. Me estaba invitando a Singapur para negociar mi contrato. La oferta de Toyama seguía en pie, pero Bedok también quería contar conmigo. De repente, la decisión que tanto había esperado se tornó en una complicada encrucijada.

Toyama me ofrecía un salario más alto, y un club que estaba dispuesto a apostar por mí en Japón. Pero algo dentro de mí me llamaba hacia Bedok. Singapur era más que un destino exótico; era donde Lucy y mis amigos de "Xvgh" estaban. Allí había dejado una parte de mi corazón, y aunque parecía irracional, sentía que Bedok tenía algo que podría darme más que dinero o prestigio.

Miré mi maleta y luego el teléfono, sintiendo el peso de la decisión sobre mis hombros. Tomé una respiración profunda y, sin pensarlo demasiado, le respondí al secretario de Bedok con firmeza:

"Envíame los tickets".

Con la decisión tomada, recogí mi mochila, cerré la puerta tras de mí y me dirigí al aeropuerto. Mi destino era claro: Bedok, Singapur. Una nueva oportunidad, un nuevo sueño, y tal vez, una nueva vida estaban esperándome del otro lado.

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Aterrizar en Bedok fue como despertar en un lugar donde el pasado y el futuro convivían en un equilibrio extraño. Mientras caminaba desde el aeropuerto hasta la sede del Bedok South Avenue, no pude evitar dejar que mi mente se perdiera en la historia de este lugar. Un barrio con raíces que se extendían más allá de los modernos rascacielos y los centros comerciales resplandecientes, hacia las calles humildes y los mercados que aún conservaban el aroma del mar y de las especias de antaño.

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"Bedok" significaba "lugar de pesca" en malayo, un eco de los días en que este rincón del mundo no era más que un humilde puerto pesquero. Los pescadores solían recorrer estas costas, antes de que las luces de la ciudad los reemplazaran con promesas de modernidad. Había algo en esa historia que resonaba conmigo, algo que me recordaba a los Kaleb y sus redes de pesca en ese rincón lejano de Asia.

A medida que me acercaba a la sede del club, los edificios bajos y las calles llenas de vida comenzaban a ceder paso a una estructura más imponente, moderna, que destacaba en el horizonte. La sede deportiva de Bedok South Avenue estaba bien equipada, un símbolo de ambición en medio de un entorno que parecía a punto de explotar de vida.

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Cuando llegué, fui recibido por Ishan Kayhat, un hombre joven con un semblante profesional y relajado. Me estrechó la mano con firmeza, sin quitarme la vista de encima, como si quisiera leer más allá de mi fachada de entrenador recién llegado.

—Soy Ishan, el asistente personal que el club te ha asignado. Te guiaré durante el proceso —dijo, sin dejar de lado esa seriedad—. El presidente está esperando. Solo... ten cuidado. A veces puede ser irritable, sobre todo con las decisiones del club.

Sus palabras flotaron en el aire, dejándome una sensación de duda. ¿Era esto una advertencia? Mi corazón aceleró un poco. No podía permitir que esto me intimidara ahora.

Me dirigí a la puerta de la oficina del presidente, cada paso sonando más fuerte en el silencio del pasillo. Al llegar, toqué suavemente.

—Pase —una voz ronca, cargada de autoridad, respondió desde el otro lado.

Abrí la puerta con cuidado. El presidente estaba sentado detrás de un escritorio inmenso, con los brazos cruzados y la mirada clavada en mí. Había una tensión palpable en el aire, como si su presencia misma impregnara la habitación. No necesitaba palabras para sentir su incomodidad.

—Así que tú eres West —dijo, sin molestarse en levantarse ni ofrecerme la mano. Su tono era duro, casi despectivo.

Sentí un nudo formarse en mi estómago. ¿Estaba en contra de mi contratación?

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Al entrar a la oficina del presidente, la tensión seguía presente. Lo saludé con respeto, intentando dejar una buena primera impresión, pero no parecía interesado en formalidades. Me observó con una mezcla de desdén y cansancio antes de hablar.

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—Seré breve —dijo sin rodeos—. Te contaré sobre el fútbol en Singapur y luego podrás pasar donde el portavoz de la afición. Te hablará sobre este... patético club.

Mis ojos se abrieron de par en par. Sentí el calor subiendo por mi rostro, mis manos apretando los bordes de la mesa sin darme cuenta. ¿Acababa de decir "patético club"? Golpeé la mesa con fuerza antes de darme cuenta.

—¿Llamaste patético al club? —dije, sin poder contenerme.

El presidente me miró, casi aburrido, y asintió lentamente.

—Sí, lo hice. Para ser honesto, solo estoy esperando que pasen los dos años de mi dirección para lanzarme como alcalde de Bedok. El club, las personas, el fútbol... todo eso no me importa. Pero no veo por qué eso tendría que importarte a ti.

Mi mente bullía de pensamientos. Sentía la tentación de levantarme y marcharme, de tirar todo por la borda y olvidar esta locura, pero me obligué a mantener la calma. Si había aprendido algo de Hakim, era a contenerse en los momentos difíciles. Tomé aire y decidí escuchar.

—El fútbol en Singapur —continuó el presidente, como si nada hubiera pasado— llegó a través de los británicos, por supuesto. Pero con el tiempo, perdió fuerza. La selección nacional nunca ha sido especialmente competitiva, aunque de vez en cuando aparece algún jugador prometedor que parece que puede cambiar el curso de la historia. Hasta ahora, solo sueños vacíos. ¿El mejor equipo? Sin duda, el Lion City Sailors. Tienen el dinero, el talento y los títulos.

Me obligué a concentrarme, a dejar de lado mi frustración por lo que acababa de decir y prestar atención a la estructura del fútbol en el país.

—Aquí, en Singapur, hay tres divisiones principales. La AIA Singapore Premier League es la máxima categoría, pero no hay descensos. Es una liga cerrada. Luego está la Singapore Football League 1, con ocho equipos. Tampoco hay ascenso a la primera división, pero los dos últimos equipos bajan al tercer nivel, la Singapore Football League 2, que es donde competimos nosotros. Hay diez equipos en nuestra liga. El primero asciende automáticamente, y el segundo juega un playoff de ascenso/descenso contra el séptimo de la Football League 1. Los dos últimos equipos descienden a las ligas regionales, donde el fútbol es prácticamente amateur.

Me miró, claramente esperando que todo esto se me hiciera pesado. Y en cierto modo lo era, pero también me intrigaba la oportunidad de empezar desde abajo, de construir algo en un lugar donde parecía que nadie creía.

—Bueno, ya cumplí mi horario de trabajo —dijo el presidente, sarcásticamente, mirando su reloj—. Es hora de cenar. Te dejo con el contrato. Fírmalo rápido y... buena suerte. No te hará falta con este club.

Salió de la sala, dejándome solo con los papeles. Respiré profundamente, mirando el contrato frente a mí. Lo firmé, sabiendo que esta decisión podría cambiar mi vida. Quizá no había mucho respeto o fe en el club, pero no necesitaba su fe. Yo tenía la mía.

Salí de la oficina y me dirigí a la recepción. Allí me encontré con un chico joven, probablemente no más de 20 años. Se veía entusiasta, y cuando me vio, sonrió de inmediato.

—Hola, soy Ryan Wirsse presentó—. Soy el portavoz de la afición del Bedok South Avenue. Encantado de conocerte, West. Estoy aquí para contarte un poco sobre el club y lo que significa para la gente de Bedok.

Editado por OnlyfootballFC

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Caminamos por las calles de Bedok, Ryan y yo, mientras él me contaba historias sobre el club y la ciudad que pronto sería mi nuevo hogar. Había algo refrescante en su manera de hablar, en su pasión desbordante por un equipo que, a ojos de otros, no parecía tener mucho futuro. Pero en Ryan vi esa chispa que necesitaba. Tal vez él había encontrado algo en Bedok que yo también necesitaba descubrir.

—Bedok es... especial —comenzó Ryan, mientras caminábamos entre calles llenas de vida—. Hace no mucho, el gobierno de Singapur decidió convertir esta zona en un proyecto para el desarrollo tecnológico. El objetivo es sacarle provecho económicamente y atraer talento joven. Por eso, la mayoría de la población aquí es bastante joven, y muchos son extranjeros. Yo mismo, por ejemplo, soy francés. Llegué aquí hace unos años y... bueno, el Bedok South Avenue se ha convertido en una parte importante de mi vida.

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Le miré con curiosidad. Ryan era una mezcla interesante entre juventud y madurez. Su entusiasmo era contagioso, pero hablaba con la seguridad de alguien que sabía lo que estaba diciendo.

—¿Y qué me puedes decir del club? —le pregunté.

Ryan sonrió, como si estuviera esperando esa pregunta.

—El equipo no tiene una fecha exacta de fundación. En realidad, es complicado saber cuándo comenzó a jugarse fútbol aquí en el antiguo Bedok. Antes de que existiera el equipo como tal, el fútbol era algo más informal, casi un pasatiempo. Pero oficialmente, el Bedok South Avenue se creó en 2019, lo que lo convierte en un club bastante joven. A pesar de su juventud, la afición ya está profundamente conectada con el equipo. Cada partido es una batalla, no solo en el campo, sino también en las gradas. La gente aquí respira fútbol, y aunque no tengamos una gran historia, hay un sentimiento creciente de que estamos construyendo algo grande.

Asentí mientras procesaba sus palabras. Un club joven, en una ciudad en crecimiento. Todo parecía encajar. Quizás no había tradición, pero sí había futuro, y tal vez eso era justo lo que yo necesitaba.

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—Las camisetas y el patrocinador del equipo —continuó Ryan— son de la región local. Intentamos mantenernos fieles a nuestras raíces, aunque esas raíces todavía se están definiendo. Lo que más me gusta del club es que siempre estamos abiertos al cambio, a mejorar, a encontrar nuestra identidad. Y bueno, ya descubrirás quiénes son nuestros rivales acérrimos. Eso es algo que te dejaré descubrir durante la temporada. No quiero arruinar la sorpresa.

Reí ligeramente. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que algo dentro de mí comenzaba a cambiar. No sabía si era el entusiasmo de Ryan o la energía joven de Bedok, pero sentí una chispa de esperanza, algo que no había experimentado en mucho tiempo. Estas eran mis nuevas calles, mi nuevo hogar. Mis nuevos colores.

Mientras seguíamos caminando, me di cuenta de que había mucho por descubrir aquí. El equipo, la ciudad, las personas. Pero sobre todo, había mucho que descubrir de mí mismo. Y, con un poco de suerte, Bedok South Avenue sería el lugar donde todo comenzaría.

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El 18 de julio marcó mi primer día oficial como entrenador del Bedok South Avenue. Mi "oficina" era una pequeña habitación en la sede comunal, un lugar que se utilizaba para todo tipo de reuniones vecinales y que ahora, por arte de magia, se había convertido en la sede oficial del club. Sentado a mi lado estaba Ryan Wirs, mi único aliado en este proceso, mientras yo intentaba adaptarme a la realidad que me rodeaba. Un club sin historia, una ciudad que apenas estaba descubriendo el fútbol, y un equipo que, al parecer, no estaba tan lejos de ser un grupo de amigos que se reunía para jugar en la plaza.

Ishan Kayhat, el asistente personal que me había asignado el club, entró en la habitación con una carpeta en la mano. La miré con curiosidad, esperando que al menos el peso de los papeles me tranquilizara. Pero, para mi sorpresa, la carpeta era sorprendentemente ligera. La abrió delante de mí, mostrando apenas unas pocas hojas. "¿Esto es todo?" pensé. Parecía que estaba a punto de dirigir a un equipo sin jugadores, solo nombres en un papel.

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Ryan comenzó a describir a cada uno, intentando suavizar el golpe que yo sabía que estaba por llegar.

Isman Fauzi, portero de 22 años. Es de la ciudad, trabaja como panadero —empezó Ryan, señalando una foto de un joven que, honestamente, parecía más un vecino amigable que un guardián de los tres palos.

Mohd Farid Azman, central de 21 años. El año pasado solía venir a ver al equipo en la liga isleña. Parece que tiene potencial, pero algunos equipos de la segunda división ya lo están vigilando.

Luego vino el primo de Isman, Mohd Fauzi, lateral derecho o izquierdo de 24 años, con poco más que decir. "Está aquí por su primo", dijo Ryan casi como una disculpa. Entonces pasamos a Sadettin Yugendran, mediapunta de 22 años que, según cuentan, fue una promesa cuando era niño, pero que ahora solo quiere una oportunidad para saltar a un equipo de segunda división.

Sassetharan, mediocampista de 32 años, es nuestro jugador más experimentado. Llegó a jugar en la primera división y tiene experiencia en segunda. Además, es uno de los dos únicos jugadores que quedan del equipo que ascendió.

Luego me habló de Mohd Haikal, un extremo izquierdo de 25 años que había jugado microfútbol profesionalmente y que tenía un pasado con la selección sub-15 de Singapur. Parecía prometedor, pero había algo que me decía que este equipo no estaba formado por futbolistas, sino por personas comunes y corrientes que jugaban al fútbol en su tiempo libre.

Asyraf Majid, lateral izquierdo de 24 años. Llegó aquí hace un mes, traído por su abuela. Estuvo dos años en prisión y ahora trabaja en un supermercado —me dijo Ryan en tono bajo, como si esa última parte fuese irrelevante.

Mientras escuchaba, no podía evitar pensar que había cometido un grave error. Por Lucy y los "Xvgh" había venido aquí, pero ahora, sentado frente a una carpeta casi vacía y escuchando historias más propias de un barrio que de un equipo de fútbol, me sentía abrumado. ¿Qué había hecho? No tenía futbolistas, solo un grupo de personas con trabajos normales que jugaban a ser futbolistas.

Ryan continuó, presentando a Hafiz Othman, un centrocampista de 21 años cuyo padre poseía la discoteca más grande del barrio. "Es bastante malo", dijo Ryan sin rodeos. Luego llegó Samad Hanafi, un extremo derecho que trabajaba en la central eléctrica. Junaidi Idris, mediapunta de 24 años, entrenaba en la escuela de fútbol local. Y Najib Rahmat, un delantero de 28 años, había sido goleador en un torneo junior hace más de una década.

La última hoja mostraba a Hakim Abdullah, delantero de 40 años, la estrella del equipo y capitán. Junto a Sassetharan, era uno de los dos sobrevivientes de la temporada pasada.

¿Solo trece jugadores?pregunté, sorprendido.

Ryan asintió.

—Trece... más los apartados.

Levanté una ceja. Los "apartados" eran jugadores que, por alguna razón, el presidente había decidido relegar.

Kadher Nordin y Yazid Fahmi, centrales de 20 y 18 años. Subramaniam Thinagaran, lateral izquierdo de 20. Dicen que lo apartaron porque no comparte la misma ideología política que el presidente.

Ryan bajó la voz al decir esto último, como si el solo mencionar ese detalle pudiera traer problemas. Pero yo ya tenía problemas más grandes de los que preocuparme.

Dieciséis jugadores en total, contando a los relevados. No estaba nada contento con el equipo que tenía. Era evidente que, aunque todos los jugadores fueran de la ciudad, con excepción de los dos veteranos, este no era un equipo competitivo. Teníamos poco más de un mes para planificar la temporada que comenzaba en septiembre, y el mercado parecía nuestra única salida.

Con un nudo en el estómago, me levanté de mi silla. Sabía que tenía mucho trabajo por delante, pero en ese momento solo una pregunta rondaba mi cabeza: ¿había cometido un error al venir aquí?

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La soledad es algo a lo que te acostumbras rápido en este mundo. No había segundo entrenador, ni preparadores físicos, ni siquiera alguien que pudiera ayudarme a planificar la temporada. Era yo, solo, frente a un viejo tablero que encontré en una esquina de la sede del club, empolvado y olvidado, como si nadie lo hubiera usado en años. Lo limpié un poco, no tanto para que se viera mejor, sino porque aquel polvo representaba el abandono que sentía.

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Me quedé mirando el tablero un rato, tratando de ordenar mis pensamientos. La primera tarea era simple: planificar la plantilla, saber qué piezas tenía y cuáles me faltaban para construir algo decente. Empecé por el arco, donde Isman Fauzi era el único guardián. Un portero de 22 años con más experiencia horneando pan que deteniendo balones. Sin duda, necesitábamos un refuerzo aquí. Lo marqué en el tablero como una prioridad.

Luego, pasé a los centrales. Tenía a dos zurdos: Nordin y Fahmi, y a un diestro, Azman. En términos de rendimiento, Nordin y Azman eran los más sólidos, por lo que Fahmi quedaba como el comodín, un reemplazo en caso de lesiones. "Si las lesiones nos respetan, podemos tirar hasta fin de temporada con ellos", pensé, aunque sabía que estaba siendo demasiado optimista.

Los laterales eran otro problema. A la izquierda, tenía a Mohd Fauzi, y a la derecha, a Subramaniam. Ambos eran titulares indiscutibles, pero el estilo de juego que quería implementar exigía mucho de ellos, especialmente en lo físico. Si alguno caía lesionado, estaríamos en serios problemas. Necesitábamos doblar ambas bandas, traer competencia y asegurar que no hubiera agujeros en esas zonas.

Luego llegamos al mediocentro defensivo. O mejor dicho, a la ausencia de uno. No había nadie en esa posición. Marqué esto como la necesidad número uno en la lista de prioridades. Un equipo sin equilibrio en el medio es un barco a la deriva. Era fundamental encontrar a alguien que pudiera cubrir esa posición.

En cuanto al mediocampo central, Sassetharan, el veterano de 32 años, sería nuestro ancla en esa zona, apoyando tanto en defensa como en ataque. Decidí también hacer mi primer cambio estratégico: Othman, que originalmente jugaba en otra posición, lo movería al centro del campo. Su rol sería de apoyo, un todoterreno capaz de ayudar tanto en defensa como en la construcción del juego.

Para la creación de juego, tenía a Yugendran e Idris. Aunque normalmente jugaban más adelantados, bajarían una línea para convertirse en los motores ofensivos del equipo desde el mediocampo. Sabía que tendrían que adaptarse, pero confiaba en que con el tiempo, podrían asumir el rol.

Los extremos serían claves en mi esquema. A la derecha, Majid jugaría a pierna cambiada, buscando cortar hacia adentro y generar peligro. A su lado natural estaría Hanfi, que se mantendría en su banda, buscando desbordar y ser una amenaza constante por ese costado. Necesitábamos creatividad y verticalidad en las bandas, y estos dos serían fundamentales.

A la izquierda, Haikal se quedaría en su posición habitual. Pero una vez más, haría un ajuste táctico: Rahmat, normalmente delantero centro, lo movería a la banda. Quería que jugara más por dentro, buscando diagonales y generando peligro entre líneas.

Finalmente, los delanteros: Hakim Abdullah, el veterano de 40 años y capitán del equipo, lideraría el ataque. A su lado, Taoh Gabriel, un joven que había dejado la universidad para trabajar en el taller de su padre. Era evidente que la experiencia y la juventud debían complementarse, pero sabía que necesitaríamos algo más que garra y corazón para marcar goles.

Después de un par de horas mirando el tablero, planificando cambios y tomando notas mentales, lo dejé todo como estaba. No quise borrar nada. El tablero era un reflejo de mi mente en ese momento, llena de dudas y preocupaciones, pero también con una pequeña chispa de esperanza.

Eran las 11 de la noche cuando salí de la sede. El silencio de la ciudad me acompañaba mientras caminaba hasta un mototaxi que me llevaría a la habitación que había alquilado. Durante el trayecto, no podía dejar de pensar en Lucy, en su sonrisa que siempre me animaba cuando las cosas parecían complicadas. El cansancio me vencía, pero mi mente seguía trabajando, repasando cada detalle, cada movimiento, cada decisión que había tomado hoy.

El segundo día como entrenador se avecinaba, y aunque el camino parecía cuesta arriba, sabía que no había vuelta atrás.

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