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Un poco de contexto antes de empezar...

La aventura se desarrollará en Coalville, una ciudad ubicada en el distrito de North West Leicestershire, en el centro de Inglaterra. Su nombre proviene de la industria del carbón, ya que fue un importante centro de minería en el siglo XIX. Aunque la minería ha desaparecido, la ciudad mantiene un carácter industrial, con una mezcla de viviendas modernas y arquitectura de época. Coalville está bien conectada por carretera, con fácil acceso a ciudades cercanas como Leicester y Nottingham. Con una población de alrededor de 35,000 habitantes, la ciudad es tranquila y está rodeada de áreas rurales, lo que la convierte en un lugar pintoresco, pero con una fuerte pasado laboral.

 

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Ubicación de Coalville en el mapa
 

La magia se desplegará en el Owen Street Ground, un estadio pequeño, con una capacidad de aproximadamente 2.000 personas, y es la casa histórica del club, cuya atmósfera es muy especial para quienes lo conocen. Aunque no es un estadio moderno, tiene un encanto propio gracias a sus gradas sencillas y la cercanía entre el campo y los seguidores, creando un ambiente íntimo y apasionado.

A pesar de la modestia del lugar, los hinchas siempre han mostrado un apoyo inciondicional al Coalville, lo que convierte al Owen Street Ground en un verdadero hogar para los jugadores y seguidores del equipo.

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Vista aérea del campo de juego

 

El Coalville Town Football Club es un equipo con una historia interesante, llena de altibajos. Fundado en 1926 como Ravenstone Miners Athletic, pasó por diferentes transformaciones antes de llegar a donde está ahora, en el Owen Street Sports Ground de Coalville, Leicestershire. Aunque su estadio tiene una capacidad modesta para unas 2000 personas y una iluminación que data de 1996, el ambiente en el estadio siempre ha sido especial, con una comunidad de seguidores fieles que jamás dejan de apoyar al equipo.

En los últimos años, el club ha estado en la Southern League Premier Division Central, pero no por mucho tiempo. El descenso reciente debido a la insostenibilidad ecónomica ha sido una dura caída. El equipo terminó en la United Counties League Division One en la temporada 2023-2024, cayendo tres categorías y ubicándose en el décimo nivel del sistema de ligas inglés; un golpe doloroso para los aficionados. Es aquí donde entro yo, el nuevo "farsante" al mando, con la única misión de devolver al Coalville Town a la Southern League Premier Division Central. Pero no solo eso, mi ambición es más grande. Sueño con llevar a los Cuervos a las ligas superiores, como lo anhelan sus seguidores.

Mi plan es simple: comenzar de a poco, subiendo paso a paso. Como dije más arriba, no buscaré fichajes manualmente, sino que me basaré en lo que los ojeadores traigan o lo que encuentre en los anuncios de trabajo. La gestión será delegada al máximo, y solo me encargaré de los contratos del primer equipo y el cierre de las compras y ventas. Todo esto mientras trato de mantenerme en el puesto, claro. El verdadero desafío será ver cuánto tiempo puedo estar al mando antes de que me despidan, y si puedo cumplir el sueño de la afición de regresar a las categorías superiores del fútbol inglés.

Así que aquí vamos, el viaje está a punto de comenzar. ¿Hasta dónde llegaré? Sólo el tiempo lo dirá, pero de una cosa estoy seguro: no será fácil.

 

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Capítulo 1

Mi nombre es Pablo Conti y mi historia merece ser contada. Nací en Sa Pereira, un rincón olvidado de la provincia de Santa Fe, en la inmensidad de la Argentina. Aunque el estrépito de las locomotoras que supieron recorrerla quedó atrás, los raíles oxidados aún guardan los ecos de un pasado que prometió grandeza.
Trabajaba en una modesta metalúrgica en la capital de la provincia, en el área de ventas. Mi dedicación estaba enfocada en entender y optimizar los procesos que aseguraban el flujo constante de operaciones, manteniendo en marcha la maquinaria de la industria.
Llevaba una vida tranquila, dedicada al trabajo y a mantener mis relaciones sociales y afectivas lo mejor que podía. Los fines de semana, sin embargo, me transformaba en defensor central de un equipo amateur, en una liga donde jugábamos bajo el nombre de nuestra empresa, con la única meta de conseguir el campeonato que nos permitiría, al final del año, celebrarlo con un buen asado y cerveza fría. Esa era nuestra verdadera motivación.
Mi amor por el fútbol no es algo extraño en un país como el mío, donde se respira en cada esquina y se juega en cada calle. Lo que realmente resulta curioso es cómo un desamor me llevó a descubrir un pasado olvidado, un vínculo lejano que, de alguna manera, me condujo hasta este momento, hasta aquí.
Una decepción amorosa me dejó tan roto que decidí buscar ayuda profesional. Mi psicólogo, siguiendo el típico consejo del contacto cero, me sugirió bloquear a mi ex en todas las redes sociales y, para cerrar el ciclo, deshacerme de todo tipo de recuerdos, como las fotos que había recibido como recuerdos de algún San Valentín. No sabía que esa decisión, tan simple en apariencia, sería el primer paso de un cambio que daría un giro radical a mi vida.
Mientras revisaba la caja de las fotos en casa de mis padres, encontré una muy antigua que mostraba a un hombre en uniforme militar. No dudé en capturarla con mi celular y enviarla al grupo familiar, preguntando si alguien sabía de quién se trataba. Mi padre, enemigo acérrimo de la tecnología, ignoró el mensaje. Fue mi madre quien me aclaró que aquel hombre era mi tío bisabuelo, hijo de un inmigrante inglés que había llegado a la Argentina para trabajar como ferroviario, lo que había llevado a mi familia a echar raíces en Sa Pereira. Intrigado, guardé la foto en mi bolsillo.
Pero mi abuela fue quien me habló más de él. Me contó que había sido aviador durante la Segunda Guerra Mundial, sirviendo en el escuadrón N° 164 de la RAF, y que desapareció en combate. No fue fácil para ella contarme todo eso. No solo era difícil por la edad, que a veces borra detalles, sino porque el recuerdo aún le dolía profundamente. Ese hombre había sido su tío favorito cuando era niña.
Ese relato no hizo más que avivar mi interés por la genealogía, convirtiéndose en un refugio que me permitió sobreponerme a mi dolor. Cuanto más indagaba, más me sumergía en la historia de mi familia. Fue entonces cuando encontré a mi tatarabuelo: Michael Pennant, quien al llegar a Argentina adoptó el nombre de Miguel. Había nacido en una pequeña localidad inglesa llamada Coalville, un pueblo vinculado a las minas de carbón.
Mi creciente obsesión por el pasado me llevó a descuidar el presente. En lugar de estar en la cancha los fines de semana, me encontraba sumergido en documentos centenarios colgados en internet. Empecé a soñar con la idea de visitar los lugares de donde provenían mis ancestros de Inglaterra, Italia, Francia y España.
Las excusas para seguir faltando a los partidos se me agotaban. Mis compañeros de equipo, incapaces de comprender mi nueva fascinación, me reemplazaron y dejaron de llamarme. Ante la creciente inestabilidad financiera del país, que amenazaba con un posible freno empresarial, decidí tomarme un mes de vacaciones para recorrer los pueblos de mis antepasados, comenzando por Coalville. No sabía que, al dar ese paso, el destino tendría algo preparado para mí.

barras separadoras — Steemit


Después de un largo viaje que incluyó coches, aviones y trenes, finalmente llegué a Coalville.
La ciudad tenía un aire pintoresco, donde la historia industrial aún se reflejaba en las fachadas. Sus calles, sencillas y funcionales, mostraban las huellas de una comunidad forjada en el esfuerzo de los mineros. No pude evitar imaginar a mi tatarabuelo, Miguel Pennant, recorriéndolas en otro tiempo.
No era un destino turístico por excelencia; había poco que ver. Aun así, el monumento a los mineros y la torre del reloj captaron mi atención. Sin embargo, lo que más me intrigó fue una camiseta de rayas blancas y negras colgada detrás de la barra en el Snibstone New Inn, un pequeño pub adornado con banderas británicas. Al principio pensé que era la de la Juventus, pero al observar con más detenimiento, dudando que un equipo italiano tuviera semejante protagonismo en un lugar tan inglés, noté un pequeño cuervo posado sobre un balón en el escudo.
—Disculpe —dije en inglés, dirigiéndome a la camarera que limpiaba una mesa cercana—, ¿de qué equipo es esa camiseta?
Sin dejar de pasar el trapo sobre la mesa, echó un vistazo rápido a la prenda colgada detrás de la barra.
—¿Esa? Es del Coalville Town —respondió con indiferencia—. El equipo local.
Luego, sin más, recogió una bandeja llena de copas vacías y se alejó para seguir con su trabajo.
Saqué mi teléfono de inmediato y busqué su nombre en la web. Descubrí que era un club muy modesto, que competía en las profundidades del fútbol inglés. Su mayor logro había sido llegar a la final de la FA Vase, donde cayeron 3-2 ante el Whitley Bay en el mítico estadio de Wembley.
Esa misma tarde, como si el destino me estuviera llamando, el equipo jugaba un partido de pretemporada en el Owen Street Sports Ground, su estadio. No recuerdo el nombre del rival, pero el encuentro ya había comenzado y el Coalville Town iba perdiendo 1-0.
No lo dudé ni un instante. El estadio estaba a menos de diez minutos a pie desde donde me encontraba y la entrada costaba solo siete libras. Extrañaba la emoción de una tarde de fútbol, y qué mejor oportunidad que sumergirme en la atmósfera de un club desconocido en el corazón de Inglaterra.
Mientras caminaba hacia el estadio, aproveché el tiempo para buscar información sobre el equipo e intentar memorizar algunos nombres, con la esperanza de reconocer a los jugadores en el campo.
—White, McManus, Putman, Hutchings... —murmuré en voz alta mientras repasaba los nombres—. Pennant.
Me detuve en seco. Aquel apellido era el mismo que el de mis antepasados. ¿Sería una simple coincidencia o una señal de que mi familia realmente había dejado huella en este lugar? ¿Y si aquel jugador y yo compartíamos algún lazo de sangre?
No tuve tiempo de seguir con mis conjeturas porque ya estaba frente a la boletería. Compré mi entrada y, para mi sorpresa, el ambiente dentro del estadio estaba lejos de la emoción que había imaginado. Un grupo reducido de aficionados se agolpaba en un costado del campo, pero apenas prestaban atención al partido. No los culpaba: su equipo perdía 3-0 (lo que significaba que le habían anotado dos veces mientras caminaba hacia allí) contra los rivales de camiseta verde, y ni siquiera había terminado la primera mitad. La derrota era tan evidente que algunos hinchas parecían más interesados en una conversación sobre el trabajo que en lo que ocurría en la cancha.
Me senté detrás del banco de suplentes. Los jugadores, con los brazos cruzados, observaban el partido con la mirada perdida, más ansiosos por marcharse que por seguir en el campo. Junto a la línea de banda, dos o tres hombres caminaban de un lado a otro, dando indicaciones y debatiendo entre ellos, aunque parecía que ni ellos mismos creían en una remontada.
—¿Quién es el técnico? —le pregunté a una señora que observaba el partido junto a su hijo pequeño, que llevaba la camiseta del club.
—Adam Stevens —respondió con tono algo distante—, pero no está aquí.
—¿Cómo que no está? —pregunté, confundido. La mirada que me lanzó no fue precisamente amable.
—Perdón, es que no soy de aquí —agregué rápidamente.
—Ya lo había notado por tu acento —respondió, sin mirarme, como si no le sorprendiera. Luego, continuó—: El entrenador no está porque ha tenido algunos desacuerdos con el presidente del club. Creo que esta es su manera de protestar.
—¿Y esos? —pregunté señalando a los tres hombres que caminaban junto a la línea de banda, dando indicaciones.
—Son jugadores —dijo ella, volviendo la vista al campo en el momento justo en que su equipo recibía el cuarto gol—. Por alguna razón han decidido no jugar hoy; el más alto es Alex Dean.
La exhibición era un desastre. ¿Sería una especie de rebeldía de los jugadores en favor de la causa del entrenador, o realmente el equipo carecía de un líder capaz de poner orden en el caos? Tenía que descubrirlo. Me acerqué lo más posible a la línea de banda y desde allí comencé a analizar el juego, algo que siempre había disfrutado hacer, incluso cuando jugaba con mis compañeros de trabajo.
La formación no estaba mal. Aunque algo desequilibrada, podía distinguirse un 4-4-2 que se enfrentaba a un temerario 3-4-3 del rival. El centro del campo estaba claramente desbordado, con el equipo local incapaz de controlar la posesión o frenar los avances de los verdes. Los extremos corrían sin cesar, desbordando a los defensores del Coalville Town, pero actuaban sin pensar, como si se guiaran más por la urgencia de marcar que por una estrategia inteligente. Era obvio que el equipo blanco y negro carecía de coordinación, y se notaba la falta de alguien que les diera dirección.
—¡Vamos, número 3! —grité con firmeza, sin pensarlo mucho—. ¡Mira a tu izquierda! Te están superando ahí una y otra vez. No sigas al carrilero como un perro de presa, lee el juego. Estás dejando espacio en esa zona, ¡cierra más rápido cuando veas que se acerca el rival!
El estadio no enmudeció porque ya se encontraba en silencio, pero todos me miraban. Incluso los jugadores que daban indicaciones en la banda se volvieron hacia mí. Alex Dean se acercó a uno de ellos y le susurró al oído; no escuché sus palabras, pero estaba seguro de que fue algo como «¿quién demonios es este?». Agaché la cabeza, rogando que me tragara la tierra por la vergüenza.
No habían pasado ni cinco minutos desde que lancé mi primera orden cuando, por puro instinto, volví a la carga:
—¡Número 5, no subas tanto!
El jugador me miró, esperando más.
—Cada vez que te subes, el rival se te escapa por la espalda. Quédate más cerca de la línea, juega más seguro. Si subes, asegúrate de que alguien te cubra o no vas a poder volver a tiempo. Necesitamos que estés firme en defensa.
El jugador asintió, comprendiendo el ajuste que necesitaba hacer en su posición.
Seguí dando indicaciones desde la banda, sin importar las miradas sorprendidas de los pocos aficionados que quedaban. No sabría cómo explicarlo, pero fue un impulso que surgió de lo más profundo, algo tan espontáneo como gritarle a la televisión cuando uno ve a su equipo favorito en apuros.
El entretiempo llegó con un 4-0 en contra, pero el verdadero foco de atención no era el resultado, sino mi actitud en la banda. Un hincha, con cierta timidez, se acercó a mí. Su curiosidad era evidente, aunque trataba de disimularla.
—¿Todo bien? —pregunté, intentando ser amable.
—Sí, bueno… No. Nos están pasando por encima.
—Lo veo —respondí—, pero seguro que con una buena charla en el vestuario las cosas cambiarán, al menos un poco.
—No habrá charla en el vestuario —dijo, acompañado de un gesto de desdén—. El equipo está completamente solo.
—No están solos, los aficionados estamos aquí para apoyar —intenté suavizar el ambiente.
—Nosotros no podemos hacer mucho más que cantar, y la moral en el club no está por las nubes. ¿Quién eres, por cierto? —preguntó, curioso.
—Me llamo Pablo, soy argentino, si eso es lo que te interesa saber.
—¿Vives aquí en Inglaterra?
—No, vine a conocer el pueblo.
El aficionado se atragantó con la cerveza al escucharme, escupiendo un poco.
—¿En serio? —preguntó, todavía sorprendido—. Vienes de muy lejos. Bueno, el segundo tiempo está por empezar. Te dejo tranquilo. —Se dio la vuelta, pero antes de irse, volvió a hablar—: Oye, espero que sigas dando indicaciones al equipo, al menos alguien tiene que encargarse de este desastre. Lamento que te haya tocado un partido así, no somos tan malos.
Nos despedimos con un gesto. Seguí su consejo y me mantuve dando indicaciones al equipo, aunque no vale la pena detallar todas aquí. Lo que sí puedo decir es que hubo algo de impacto, ya que el Coalville no permitió más goles en la segunda mitad. De hecho, logró marcar dos veces y el partido concluyó con un amargo 4-2, que, aunque no logró evitar la derrota, suavizó un poco el golpe.
El triste espectáculo llegó a su fin. El sol comenzaba a ocultarse, y las nubes teñían el cielo de un tono cobrizo que intensificaba la atmósfera sombría mientras me dirigía hacia la salida del Owen Street.
Me encaminé a mi departamento, que no estaba lejos del estadio, cerca del pub en el que había estado antes del partido. Al día siguiente, tenía un vuelo a París, desde donde tomaría un tren hacia Chambéry, mi próximo destino en la ruta genealógica.
Un coche se detuvo junto a mí, aparcando un poco más adelante.
—¡Gracias a Dios! —gritó una voz desde la ventanilla—. Pensé que te había perdido. ¡Eh, tú!
Me toqué el pecho con el dedo índice y miré a mi alrededor, pero no había nadie más. Estaba solo en ese trozo de acera.
—¿Quién eres? —preguntó el conductor, un hombre que debía rondar los setenta, pero cuyas gafas de sol le daban un aire juvenil y de negocios—. Habla —me apremió, mirando fijamente—. Hace un momento te vi dar órdenes a mis chicos. No te hagas el tímido ahora.
—Soy Pablo —respondí, algo temeroso de que fuera el entrenador del Coalville, molesto por haberme entrometido en su huelga personal—. Perdón, pero…
El hombre se bajó del coche y, tras cerrar la puerta, caminó hacia mí. Al llegar a mi lado, señaló una pequeña cafetería al final de la calle.
—Vamos a tomar un café ahí —sugirió, con una voz firme que no dejaba lugar a dudas. Extendió su mano—. Soy Glyn Rennocks, presidente del Coalville Town. Un placer, Pablo.
Estreché su mano y caminamos juntos hasta el café.
El lugar era pequeño pero con una elegancia tranquila. El ambiente acogedor contrastaba con la tensión que apretaba mi pecho. Dos tazas de café sobre la mesa nos separaban, mientras Rennocks, ya sin sus gafas de sol, me observaba con unos ojos azules que no perdían detalle. ¿Qué querría el presidente del club de mí?
—Cuando te pregunté quién eras —dijo Glynn, mirando fijamente—, no me refería solo a tu nombre. Sé que eres argentino y que estás de visita en el pueblo, me lo contó el tipo que conversó contigo en el entretiempo. Es mi sobrino. Lo envié a que hablara contigo.
—Sí, como dijiste, estoy de visita.
—Nadie viene de visita a Coalville —respondió el presidente, vaciando su taza de un solo sorbo—. ¿Cuál es tu verdadero motivo? ¿Por qué terminaste viendo nuestro partido? ¿Eres ojeador? ¿Estás interesado en alguno de mis chicos?
Reí ante la suposición, pero me vino a la mente una idea un tanto audaz, aunque por completo deshonesta.
—Entreno las divisiones inferiores en un club de mi ciudad natal —mentí, sintiendo cómo sus ojos azules se clavaban en mí. Glynn inclinó la cabeza, observándome con detenimiento.
Por un momento, sentí que esos ojos eran capaces de atravesarme, y temí que pudieran ver el interior de mi mente y descubrir mi mentira. Traté de disimular mi nerviosismo, dándole un sorbo a mi taza vacía.
—Pero no tengo credenciales como entrenador —continué—. Lo hago por amor al fútbol.
—El amor al fútbol no basta para ser entrenador —respondió el presidente—. Se necesita liderazgo y la capacidad de motivar. He visto que lo tienes. Y hablas inglés a la perfección.
—Gracias, lo perfeccioné en mi trabajo.
—¿A qué te dedicas?
—Trabajo en el departamento de ventas de una metalúrgica que se dedica a la construcción de calderas y tanques.
Glynn alzó ambas cejas. No estaba seguro si estaba sorprendido por mi respuesta o simplemente me estaba observando con atención.
—Soy director de una metalúrgica —dijo, sonriendo.
—Qué casualidad —comenté, dándome cuenta de que realmente lo sorprendí.
—Mira… La próxima semana tenemos otro partido en casa. Me gustaría que te probaras como entrenador.
—Pero…
—No sé qué es, pero algo me dice que eres la persona indicada. Soy muy precavido, pero tengo la sensación de que debo apostar por ti. Adam no regresará —agregó—, me refiero al entrenador del primer equipo.
—Mañana debo irme a Francia.
Mis palabras se deslizaron en el aire como un golpe sordo, disipando la posibilidad que se insinuaba. Fue como cuando un niño se entera de que Papa Noel no existe: la ilusión se desvanece en un pestañeo.
—Anota tu teléfono aquí —dijo, sacando una pequeña libreta de su traje y un bolígrafo plateado.
Glynn Rennocks se levantó. Mientras escribía mi número en el papel, se dirigió al mostrador a pagar los cafés. Regresó con los anteojos de sol puestos, me extendió la mano y, con una leve sonrisa, dijo:
Te llamo esta noche.
 

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