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En la dorada edad de la infancia iba siempre con un balón pegado al pie. Era mi vocación desde muy pequeño. Nunca me imaginé como un futbolista de talla mundial porque detestaba la popularidad. Para mí la fama era una auténtica pesadilla. Si veía a un fan de mi edad, deseaba de todo corazón cambiarme por él para pasar desapercibido.

Con 19 años me consideraban la mayor promesa teutona. ¿No creen que era demasiado joven para sentirme como Atlas cargando con el peso del mundo? Yo solo quería disfrutar de este bello deporte con sosiego.

De todas formas, les confesaré que sí había algo que me hacía feliz: las caras de alegría del público cuando ofrecía mi juego desenfadado y alegre. Si es que no pareces alemán. Esta frase escuchada en boca de algunos me hacía gracia. Desgraciadamente, no pude prolongar por mucho tiempo esas pequeñas ráfagas de satisfacción. Mis piernas de cristal se quebraban una y otra vez, convirtiendo en añicos las ilusiones de mi alma. Ante tal compendio de infortunios, renacía como el ave fénix por mi férrea voluntad. En cada reaparición regateaba a los adversarios con facilidad sin darme cuenta de que mi mayor rival era yo mismo. Mientras tanto, el martirio de las lesiones arraigaba cada cierto tiempo y me hacía chocar contra el muro de la realidad.

Con el paso de los años me di cuenta de que mis dos mayores enemigos fueron mis propias piernas y el halago ajeno: “el mayor talento de Alemania”, “es el sucesor de Effenberg”, “tiene el golpeo de Beckham, la lucha de Edgar Davids y una exquisitez técnica incomparable”...

Con las adulaciones lo único que sentía era presión; con las continuas lesiones me veía cada vez más lejos de mi nivel. Anhelé tanto volver a ser el que era que, al no conseguirlo, la frustración se apoderó de mi interior. Fue el crecido monstruo que me condujo a la depresión. A pesar de ello, aún guardaba una última bala en mi recámara: la esperanza de resurgir encontrando la paz al internarme en un psiquiátrico por unos meses. Durante mi estancia mi ser callaba, olvidándome hasta de mi propia existencia.

No había remedio. A mi regreso estaba completamente destrozado. El mero hecho de jugar mal un partido me hundía en una nueva depresión. Me sentía vacío, viejo y cansado. Ya no jugaba al fútbol con la alegría de antaño. Corrí más de lo que mis piernas me llevaron. Acabé odiando el fútbol cuando tanto lo había amado. Me quedaba el sabor amargo de un perdido paraíso.

Aquel talento roto puso punto y final a su carrera con tan solo 27 años, marchándose junto a su sombra al rincón del olvido. Afortunadamente, aquella celda en la cual se encerró con su tristeza se transformó en un jardín cercado lleno de rosas. El paso del tiempo le ha devuelto la luz y la energía perdidas. Decidió sacar el carné de entrenador para golpear de nuevo las puertas del Olimpo. ¿Se puede? Sebastian Deisler está de vuelta.

                                                                                                                                                  

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