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"Mi papá, Jaricho, siempre ha estado ahí,
es mi espejo, mi otro yo..."
Carlos Alberto Valderrama Palacios

De Bonda a Santa Marta
Jaricho entró agotado al barrio, terminaba un día duro, el entrenamiento, las clases, los enredos en ambas partes y, para completar, la nostalgia permanente por haber sido necio y haberse separado de Juana, la mujer con la que se había casado dos años atrás.

El sol, ajeno a las culpas que lo perseguían, abandonaba el acoso diario a Santa Marta y los pescadores, los trabajadores del puerto y demás pobladores de Pescaíto empezaban a acomodar sillas, bancos y mecedoras en las puertas de las casas para disfrutar del fresco del atardecer.

La música, recién llegada de los arrabales de Cuba y Puerto Rico, se mezclaba con los saludos de los vecinos, con la gritería de los niños y con los comentarios apasionados sobre algún partido de fútbol de los muchachos que invadían las esquinas. Jaricho sonrió, Pescaíto lo animaba, aquella vida tan a cercana a la infancia, a las tardes en que acompañado por Artillero, el perro de la familia, trasegaba las calles de Bonda para vender las carimañolas, empanadas, rosquitas, cuajaderas y cocadas que Clementina, la mujer trigueña y saludable que lo había parido, hacía para ayudar a sostener la numerosa prole que, junto a Julián Valderrama, el patriarca de la familia, iba trayendo al mundo. Un carro cruzó ruidoso y Jaricho dejó ir los recuerdos de la infancia y pensó en el San Isidro, el camión mixto en el que iba y venía de Bonda a Santa Marta cuando estudiaba el bachillerato.

Nunca tenía dinero y debía cargar y descargar bultos sobre los que viajaba para pagar los dos centavos del pasaje. Gracias al San Isidro y a los abundantes almuerzos que le servía la tía Meme en la casa del barrio Cundí había podido graduarse como bachiller en el Liceo Celedón, el colegio más prestigioso de la ciudad. El San Isidro y Santa Marta no solo le habían dado educación, también le habían dado el fútbol.

                                                                                                                                                     http://www.subirimagenes.com/fondosycapturas-445401-9860224.html  

                                                                                                                                                      Carlos "Jaricho" Valderrama fue un recio defensa central

De los juegos con pelotas de trapo en Bonda, pasó a los entrenamientos con el equipo del liceo, a los partidos intercolegiados y a la primera convocatoria para jugar con la selección del departamento del Magdalena. Y no solo se había hecho jugador, se había convertido en fanático del fútbol, la religión más importante del siglo en que había nacido. Sentado en las gradas del Eduardo Santos, el recién construido estadio de la ciudad, había visto jugar al argentino Miguel Ángel Botta, al húngaro George Maric, al samario especialista en chilenas Felipe Hernández, a Cozzi, Pini, Zuluaga, Ramírez, Rossi, Soria, Reyes, Pedernera y Di Stefano, muchos de ellos los mejores jugadores del mundo, que por aquel entonces protagonizaban la época dorada del fútbol colombiano. No parecían muchos años los que mediaban entre la infancia y la primera madurez, pero le habían servido para dar un importante salto en la vida. El trabajo juicioso en el liceo le había conseguido el respeto y la admiración del profesor Agustín Iguarán, y aquel guajiro lo había puesto a trabajar como profesor interno en un colegio que acababa de abrir. Allí era el encargado de dar las principales clases, de hacer la guardia nocturna, de coordinar las actividades deportivas y hasta de acompañar a los estudiantes internos a las salidas dominicales al cine.

Las tardes, las madrugadas y los fines de semana de fútbol también habían fructificado; se había convertido también en un defensa central sólido y recio que no solo conseguía ganar algunos pesos extras con el deporte, sino que empezaba a acariciar las delicias de la fama. No estaba nada mal, se podría decir que rozaba el éxito. Sin embargo, no lograba quitarse de la cabeza a Juana ni a María, la niña de la que ella estaba embarazada el día que se separaron.

Un grupo de muchachos jugaba al fútbol, se detuvo a observarlos y volvió a sentirse feliz de estar en Pescaíto. No había nacido allí, pero ya empezaba a formar parte de la tradición futbolística del barrio al que, a principios del siglo XX, los marineros ingleses que recalaban en el puerto le habían enseñado a jugar al fútbol. Las fintas y las carreras que hacían los chiquillos ya no tenían nada de inglesas, la mezcla de razas que poblaba el lugar se había apropiado de las enseñanzas anglosajonas y había creado una manera de jugar y relacionarse con el balón que parecía haber brotado de la misma tierra.

"Entonces qué, Jaricho, ¿una cervecita?", saludó un compadre y lo sacó de las abstracciones y nostalgias que lo tenían cogido del cuello. Volteó a mirar, sonrió al compadre, sintió la garganta seca de dar clases y el cuerpo sediento por el calor y los afanes del día. Podía sentarse allí, tomarse una fría, charlar un rato y, después, ir a visitar a una "amiguita" que tenía en un barrio vecino. Era tentador, pero volvió a pensar en Juana y María y rechazó la cerveza. Seguido por las burlas de los amigos, giró la esquina y caminó en dirección a Barrio Norte, el barrio que separaba Pescaíto de la playa y donde quedaba la casa de Justo Palacios, el papá de Juana.

                                                                                                                                                                            

                                                                                                                                                   http://www.subirimagenes.com/fotos-445411-9860223.html

                                                                                                                                                    El "Pibe" Valderrama junto a su padre "Jaricho"

Los saludos de otros vecinos y el paso apurado entre las calles inundadas de niños jugando fútbol lo dejaron frente a la casa del ex suegro. Titubeó, recordó los detalles de la conquista de Juana, las palabras y las sonrisas cruzadas, las manos juntas en los parques y en las fiestas, las promesas de amor y hasta la actitud beligerante de Aurelio ‘Yeyo Palacios, el cuñado al que intentó invitar una vez al cine y que le había contestado con agresividad: "Yo solo voy al cine con la plata que me da mi papá". Recordó también los nervios y la ansiedad con los que había subido al tren y había hecho el trayecto hasta Latal, el caserío de la zona bananera donde por esa época vivía Totó, el hermano mayor de la familia, para pedirle que fuera hasta Santa Marta y pidiera la mano de Juana. Totó sonrió algo escéptico, pero terminó por aceptar el comprometedor encargo y el 26 de julio de 1959 hubo boda.

Tras una corta luna de miel, la pareja se fue a vivir al corazón de Pescaíto, en una calle conocida como el callejón de la calumnia, porque allí se vivía bajo la mirada vigilante de Gala Medina, de  las Pan de Sal, de las Mora, las Simancas y la Mona Pecosa, la mujeres más chismosas del barrio.

El tránsito de hombre libre, triunfador y famoso a hombre casado y comprometido fue más difícil de lo que esperaba, amaba a Juana, pero no pudo resistirse a ciertas aventuras y como en aquella calle hasta el más mínimo desliz terminaba por saberse, Juana se había cansado de soportar tantas aventuras y había vuelto a vivir a casa de los padres. Ahora, en lugar de tenerla en casa, esperándolo, debía volver a golpear en la casa del suegro y debía volver a aguantar las miradas desconfiadas de los cuñados.

Una cosa es tener miedo y otra demostrarlo, así que alzó la mano y golpeó con los nudillos fuertes de campesino a la puerta de madera. No abrían y tuvo que repetir el llamado. Segundos después oyó los pasos de Juana, sintió la mano de ella rozar la madera para quitar el pasador y la vio aparecer detrás de la puerta entreabierta. El extraño silencio que había en la casa y la expresión nerviosa que se apoderó del rostro de ella, le hicieron saber que estaba sola. "Vengo a ver la niña". Juana lo miró con esa mezcla de rabia y alegría que siempre sentía al verlo y dudó un par de minutos, pero terminó por dar un paso atrás y franquearle la entrada. Él intentó actuar con naturalidad, pero no logró hacerlo porque la presencia imponente de Juana en el silencioso vacío de la sala le sobresaltó la sangre. Un par de frases sin terminar y habrían terminado besándose o, como mínimo, discutiendo, si la sonrisa feliz, inocente y acogedora de María no hubiera aparecido.

Jugó un rato con la niña, la consintió, le dio los dulces que le había comprado y, finalmente, la vio desaparecer en busca de unos juguetes que había dejado abandonados en el patio. De nuevo entre Juana y él se instaló un silencio comprometedor y del silencio se desprendieron algunos reproches, de los reproches salieron las explicaciones y una insinuación muy cercana al perdón y de aquella insinuación surgió el deseo. Volvieron a besarse, a acariciarse, a hacerse reclamos y a abrazarse y volvieron a buscar una cama donde poder juguetear y retozar un rato. Se amaron y ella volvió a reír y a ser la mujer segura y enérgica que lo había enamorado y él volvió a sentirse pleno y a comprobar que tantas aventuras le habían hecho perder mucho más que una casa y una mujer.

Pero el deseo es pasajero y fue inevitable volver al silencio, a las dudas, a los reproches y a las falsas promesas y terminó por salir de allí más inquieto de lo que había entrado y sin siquiera imaginar lo que en verdad había pasado aquel día. Sería necesario que trascurrieran varias semanas para que Juana, angustiada, decidiera ir a hacerse una prueba de embarazo. Se necesitarían varios meses para que ella encontrara una solución digna y se decidiera a hablar con una comadre que podía alquilarle una casa, se necesitaría que Juana se decidiera a decirle: "Mira, yo estoy embarazada y no le voy a echar otro hijo a mi viejo. Uno está bien, pero dos no. Tengo una casa lista y, o te vas a vivir allí conmigo, o me voy a vivir sola".

Se necesitaría de aquel ultimátum para que, después de confesar que él también se moría de ganas de volver con ella, pudiera sellarse la reconciliación, y se necesitaría que pasaran un par de décadas para que supiera que durante aquella visita, Carlos Alberto Valderrama Palacios, el futbolista que años después haría vibrar a Colombia, había marcado el primer gol de su vida.

                                                                                                                                                        http://www.subirimagenes.com/fotos-4454211-9860225.html

                                                                                                                                                        El gran Carlos"Pibe" Valderrama: la exquisita técnica de Colombia

Fuente: http://www.soho.co/historias/articulo/pibe-valderrama-la-gran-cronica-del-pibe/7743

 

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Días de Pescaíto

Anochece, Jaricho se detiene en frente de la casa familiar, abre la puerta y escucha la voz enfurecida de Juana. Han pasado doce años desde que ella dio a luz el hijo varón que los reconcilió y que lo puso tan feliz que decidió llamarlo Carlos, el mismo nombre que él llevaba escrito en la cédula. Pero, como si existiera una maldición para los Carlos dentro de la familia Valderrama, aquel niño tampoco llegaría a ser conocido por el nombre de pila. Siete días después del parto, Jaricho jugaba con la selección del Magdalena la final del Campeonato Nacional de Fútbol y Juana, entusiasmada, decidió romper el rigor de la dieta e ir con el recién nacido a verlo jugar.

El partido resultó complicado, Antioquia, el rival, era un equipo bravo y empezó ganando. Un gol marcado al final del partido consiguió el empate para los samarios y un segundo gol marcado en tiempo extra le dio a la selección del Magdalena un campeonato que llevaba dieciséis años sin conseguir. El estadio estalló en aplausos, algarabía y festejos y Jaricho, en lugar de dar la vuelta olímpica con los demás jugadores, corrió hacia Juana, agarró al niño y volvió con él al campo de juego. El bebé fue un motivo más de celebración y pasó de brazo en brazo hasta que recaló en las manos de ‘el Turco ‘Deibis, un mediocampista argentino que trabajaba como técnico en Santa Marta. "Está lindo el pibe", dijo ‘el Turco ‘y, sin quererlo, bautizó al niño con el apodo con el que sería conocido a partir de aquel día. Pero, al momento de abrir la puerta, aquel hijo ya no es un bebé, es un adolescente reservado, perfeccionista y de muy mal genio que está enfrentado a la ira de la madre y, algo todavía peor, está a la espera de que Jaricho lo salve de la ira materna.

¿En qué andabas, Pibe?, pregunta con seriedad al muchacho para apaciguar un poco a Juana. Mira, contesta el Pibe, estira el brazo y le muestra varias monedas. Y eso, ¿de donde las sacaste? el Pibe se acomoda, sabe que está ganando tiempo y eso le conviene. Él lo mira mientras el muchacho cuenta que junto a Franklin, Deibis y otros amigos han cogido la costumbre de ir al puerto, nadar hasta los barcos y ponerse a gritar: jelou míster, jelou míster.

Los marineros se acercan al borde de la cubierta, nos saludan, se esculcan los bolsillos y tiran monedas al agua. El nadador que dure más tiempo metido en el agua y pueda rescatar las monedas se queda con ellas, termina el Pibe con una expresión de orgullo en la cara. Jaricho coge las monedas, las examina y no puede evitar sentirse feliz por las cualidades de nadador del hijo. Juana ve ceder al padre, estira la mano y pide las monedas. ¿Así que a esto te dedicas?, dice aún enojada. Yo no veo el problema de que el muchacho vaya un rato al puerto, dice él, así hace deporte y hasta aprende inglés. Juana lo mira con rabia y mira de nuevo al Pibe.

Bueno, ya veremos si es verdad tanta dicha, dice, da la espalda y camina hacia la cocina. ¡Uf!, se ha salvado el muchacho, piensa, mientras el Pibe corre de nuevo en busca de la calle. Han sido días de lluvia, el clima está fresco y, gracias a ello, el tierrero de la calle está apaciguado y se ha convertido en una mullida alfombra de polvo. ¿Un partidito?, pregunta Franklin apenas ve salir de casa al Pibe. El Pibe acepta con un gesto serio y empieza a armar los equipos. Pero hacer las alineaciones no es tan fácil, no todos quieren jugar como se va disponiendo y empiezan las discusiones y las protestas. Entonces no juguemos, dice imponente el Pibe y aquel ultimátum consigue restablecer el orden.

Empieza el partido, el Pibe grita, exige esfuerzo, da órdenes, Franklin corre en busca del arco contrario, Deibis defiende y los otros corren, marcan, dan codazos, meten pierna y ruedan por el suelo como si en los partidos jugados en aquella estrecha calle se decidiera el destino del mundo. La bola de caucho va y viene, salta, rueda, se dejar llevar con armonía y cariño o huye intransigente si alguien chambonea y le pega con más rabia que talento. Es caprichosa aquella bola, no le teme a nada, pero es esquiva, no entra tan fácil en la portería contraria y se muestra silenciosa e indiferente cuando alguien, por fin, consigue un gol. Vuelven y sacan y la pelota vuelve y va y vuelve y viene y, sin ningún pudor, golpea las paredes y las puertas de las casas de la calle quinta. Todo es intensidad y emoción hasta que una de aquellas puertas se abre y, antes de que alguno de los muchachos pueda evitarlo, la señora Teresa Avendaño agarra el balón. "Lo he dicho mil veces, en esta calle no se juega, ya estoy aburrida de que le den balonazos a la puerta de mi casa", grita mientras da la vuelta y cierra con rapidez la puerta por la que ha aparecido. Vieja hijueputa, murmuran los muchachos y se miran unos a otros con rabia y con la misma rabia miran al Pibe. El Pibe escupe enfurecido, coge una piedra y se acerca a la puerta de la casa de doña Teresa. ¡Pibe!, grita él, que todo el rato ha simulado hablar con los vecinos, pero que en realidad ha estado atento a cada minuto del juego. El Pibe voltea a mirar, tropieza con la mirada del papá y deja caer la piedra al suelo. Es mejor que entres a casa, ya estuvo bueno por hoy, le dice. Pero si todavía está temprano, contesta Deibis, porque al Pibe la rabia no lo deja ni hablar. Sí, además esa vieja no es la dueña de la calle, dice Franklin. Mañana que le haya pasado la rabia a doña Teresa, yo mismo le pido la pelota, les contesta.

El Pibe se sienta en el andén, él lo mira y aunque no lo deja traslucir, se siente orgulloso de la garra que muestra el muchacho. Tiene sangre de futbolista, piensa; la misma sangre que él, la misma que el tío Totó, la misma que Justo y Aurelio, los dos hermanos de Juana que juegan en el Unión Magdalena. Los Valderrama viven y respiran fútbol y están creciendo en un barrio en el que no hay una sola calle donde no haya nacido un jugador famoso. Por eso, le cuesta tanto controlar al Pibe, por eso le gusta dejarlo jugar, le gusta oírlo gritar, verlo entrenar con las hermanas en la misma habitación donde duermen, por eso jamás se ha enojado cuando rompe con el balón el espejo del cuarto o cuando regresa tarde a dormir porque el día le parece poco para saciar toda el hambre de fútbol con que siempre se levanta.

Pasan dos meses de colegio, playa y fútbol y llega la entrega de notas, sigue siendo profesor, así que termina de entregar las notas de los alumnos del curso que dirige y corre a recoger las notas del Pibe. La cara seria y desencantada del maestro que lo recibe le deja claro que las noticias son poco halagüeñas, el Pibe ha perdido las principales asignaturas incluido el inglés, la materia que los habría salvado de la humillación. Enmudecido, baja las escaleras del colegio, tal vez ha sido demasiado permisivo, tal vez se está equivocando. "No todo el mundo nació para estudiar", le dice otro maestro cuando él le comenta lo ocurrido. Él escucha y asiente, pero se siente inseguro, él mismo ha abandonado el fútbol y ha seguido la carrera de profesor, porque sabe que los fracasos en el fútbol son innumerables y no solo dañan el bolsillo sino también el alma. Ama el fútbol, pero tiene miedo al futuro que puede esperarle al Pibe y, para completar la amargura, tiene miedo de la reacción de Juana cuando vea las notas del muchacho.

Sale del colegio, atraviesa en silencio el centro de Santa Marta, da un par de rodeos, para en una tienda y se toma una cerveza para hacer tiempo, pero llegan el mediodía y el hambre y es inevitable volver a casa. Entonces, viejo man, lo saluda el Pibe. Él lo mira, no sabe si regañarlo o apoyarlo de nuevo y, mientras duda, aparece Juana. Déjame ver, dice. No quiere entregarle la libreta con las notas, pero estira la mano y se la entrega. Juana la revisa, mira al hijo, mira al marido, los ve expectantes, derrotados; así ha querido tenerlos hace mucho tiempo y siente la tentación de cobrarles tanta complicidad desobediente, pero, más que rabia por las notas o satisfacción por tener la razón, siente que quiere a aquellos dos hombres. ¡Aja!, y no que estaba aprendiendo inglés, dice y le devuelve la libreta con las notas y, sin volver a mirarlos, vuelve a entrar a la casa.

                                                                                                                                                     

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                                                                                                                                                      El "Pibe" Valderrama de pequeño

Fuente: http://www.soho.co/historias/articulo/pibe-valderrama-la-gran-cronica-del-pibe/7743

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Año Nuevo en la cárcel

El camión de la Policía cruzó la calle quinta. Jaricho, que estaba sentado junto a la puerta, lo dejó ir con la mirada y lo vio girar en dirección al centro de la ciudad. El camión rodó despacio por la cuarta y se detuvo frente a Piso Alto, la tienda donde, después de terminar el entrenamiento, pasar por casa y coger una arepa, el Pibe toma gaseosa y charla con los amigos.

Los policías, excitados al ver a los muchachos, saltan del camión y les ordenan alzar las manos y ponerse contra la pared. No corren tiempos tranquilos, están en 1980 y mientras el Pibe juega la primera temporada con el Unión Magdalena, Jaime Bateman Cayón, un samario igual que él, está estremeciendo al país con la eficacia y la espectacularidad con la que dirigía una guerrilla urbana llamada Movimiento 19 de abril, M-19. Todos arriba, grita el sargento y los muchachos no tienen más opción que obedecer.

El camión reinicia la marcha y cruza las calles que lo separan de la estación policial de la calle Santa Rita. Vuelve la gritería de los policías y el Pibe y los amigos bajan a empellones del camión y empiezan a hacer una fila en el patio del lugar. ¡Identifíquense!, ordena el sargento y cada uno de los muchachos va buscando entre los bolsillos la cédula de ciudadanía. Le llega el turno al Pibe.

El hijo de Jaricho hace un movimiento demasiado brusco y la cédula cae al suelo. El policía, que lo ha visto demasiado relajado y tranquilo, piensa que se está burlando de él y apenas el Pibe se agacha a recoger la cédula, le da una patada en medio de las piernas. El Pibe, enfurecido, se endereza y devuelve el golpe. El policía rueda por el suelo mientras el Pibe da un salto y echa a correr. Unas cuadras adelante, el Pibe se encuentra con la tía Mercedes y se abraza a ella.

 

                                                                                                                                                              

http://www.subirimagenes.com/fotos-445441-9860487.html

 

                                                                                                                                                                EL "Pibe" Valderrama durante su estancia en la cárcel

Aparecen los policías que lo persiguen, Mercedes intenta intervenir, pero es reducida con bolillazos y patadas y no tiene más opción que entregar el sobrino a la policía. Está en el calabozo, incomunicado, sentencia el policía de guardia cuando Jaricho va a averiguar por el hijo. Pero si no ha hecho nada malo, solo defenderse de una agresión, dice, pero el agente lo mira con rabia y desprecio y le ordena salir del lugar. Esa noche no puede dormir, da vueltas en la cama, oye la música que aún no se ha apagado en las tiendas del barrio, oye el traqueteo de algún tren en la cercana estación del ferrocarril e imagina al Pibe sentado sobre el suelo sucio del calabozo. Sabe que el Pibe tampoco está durmiendo y que el incidente es grave, antes de volver a casa ha consultado a Alberto López Zapata, un abogado amigo, y López le ha explicado que, por la situación del país, hay un Estatuto de Seguridad vigente y la agresión a un policía es un delito que se paga con años de cárcel. Llega el amanecer y, acompañado de Claribeth, la novia del Pibe, y de Juana vuelve a la estación. Lo trasladaron a la cárcel, les informa el agente que ha reemplazado al que lo atendió el día anterior.

Los peores augurios del abogado se han cumplido y él decide volver donde López Zapata y pedirle que asesore al Pibe. Van a la Notaría, hacen los poderes y, después de una larga mañana de trasiegos burocráticos, logran una autorización para visitarlo. Lo encuentran molesto porque no ha podido ir a entrenar y silencioso, como suele estar siempre que atraviesa un contratiempo.

Zapata le explica la complejidad de la situación. El Pibe no puede creerlo, mira a Jaricho sorprendido y él lo abraza y le promete que hará todo lo posible por sacarlo lo más pronto de allí. Trasladan la causa judicial contra el Pibe a la Base Naval de Barranquilla y padre y abogado empiezan una romería permanente hasta allí para vigilar el proceso e ir presentando los recursos que eviten que el Pibe vaya a un Consejo Verbal de Guerra. En el carro del abogado van y vienen y Jaricho y Zapata se vuelven tan famosos en la Escuela Naval de Barranquilla, que los infantes de marina los dejan entrar sin requisarlos, el juez militar que lleva el caso les sonríe y se rasca la cabeza cuando los ve llegar y el secretario del juzgado les cuenta las novedades a espaldas del jefe. Entre tanto, en la cárcel, la situación mejora un poco.

                                                                                                                                                                         http://www.subirimagenes.com/fotos-4454511-9860488.html

                                                                                                                                                                           La prensa anuncia su salida de la cárcel

Internos, guardias y director se enteran de que "el monito de afro" juega en el equipo de la ciudad y el director decide alejarlo de los presos comunes y trasladarlo a la enfermería del penal. Allí hace amigos y forma un equipo para jugar con los presos de otros patios. Las noches las pasa oyendo las historias de los otros reclusos y contando cómo ha ido haciendo la carrera de futbolista. Los internos se enteran del paso del Pibe por la escuela infantil de fútbol de Caballito Atencio, oyen hablar del profe Carlos, el zapatero que dirigía el Independiente, el mejor equipo juvenil donde ha jugado, se ríen de las derrotas que aguantó con el equipo de Edison ‘Robapollo‘ González y lo felicitan cuando cuenta los triunfos con la selección del Liceo Celedón y con la selección juvenil del Magdalena.

Mientras el Pibe convierte el encierro en fútbol, Jaricho mantiene la romería matinal a Barranquilla y usa las tardes para visitarlo y contarle cada novedad judicial. Yo no quiero pasar Año Nuevo aquí, le dice cuando completa tres semanas encerrado. Lo sé, viejo men, pero la cosa está tesa, hay un teniente de aquí que no quiere ceder y mientras ese man no afloje, es casi imposible sacarte, le contesta. El Pibe se rasca la cabeza y vuelve a callar. Jaricho lo mira, él tampoco quiere verlo pasar las fiestas en la cárcel, así que se empecina, busca más ayuda, intenta que Eduardo Dávila, el dueño del Unión, le dé una mano, pero no consigue ningún progreso. Con tristeza y rabia, el Pibe pasa Navidad y Año Nuevo en la cárcel.

Jaricho soporta unas fiestas amargas y el primer día laboral del juzgado, vuelve a insistir. ¿Cómo pasó las fiestas el papá del futbolista que le pegó a un policía?, le pregunta el juez. Bailando la tristeza, contesta con un esbozo de sonrisa. El oficial alza la cara y estrella la mirada contra aquel hombre moreno, grueso, de pelo ondulado e iluminado por las primeras canas. Ve la nariz ancha, la piel curtida y los ojos vivaces de un hombre que sabe muy bien lo que es batallar cada pequeño progreso en la vida. Le tengo una sorpresa, dice de pronto el juez y le extiende una hoja de papel. ¿La orden de libertad? Sí, no debería dársela, pero estoy cansado de verlo por aquí. Gracias, muchas gracias, le dice y le estira la mano. El oficial acepta el saludo y vuelve a examinarlo. Vaya, saque al muchacho y póngase a cuidarlo, si vuelve a pegarle a alguien, lo meto a la cárcel a usted, ¿entendido? Entendido, contesta y con el paso algo ladeado y paciente que lo caracteriza, sale del lugar.

Fuente: http://www.soho.co/historias/articulo/pibe-valderrama-la-gran-cronica-del-pibe/7743

                                                                                                                                                                   

    

Editado por Bakero
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